Por José Claudio Escribano
Con aguas proporcionadas por el autócrata ruso Occidente está lavando la vergüenza que arrastraba desde 1938 por haber legitimado en los Pactos de Munich que Hitler se apoderara de los Sudetes. Era la región de la entonces Checoslovaquia que poblaban millones de alemanes. De ahí a la invasión de Polonia, un año más tarde, habría un paso. Estallaba la Segunda Guerra.
Pasamos 90 años diciéndonos que Hitler fue un maniático enloquecido por la ambición de expandir las fronteras de Alemania, satisfacer las supuestas necesidades vitales de la nación y proteger a las comunidades germanas dispersas por Europa. Rusia tiene hoy no menos de 25 millones de rusos fuera de sus fronteras y ganas de argüir de un modo parecido.
Si Hitler fue un loco como sostuvieron generaciones de políticos e intelectuales, ¿hay alguna otra manera distinta de mentar a Putin? Ha roto los límites imaginables al ordenar el alistamiento de dispositivos nucleares que Hitler desesperó por contar a su favor, y que casi logra, de haber contado con más tiempo. Si confías en la intuición femenina, tengo para decirte que la mujer de un ex embajador argentino en Moscú me ha dicho que nunca en la vida se encontró con una mirada más gélida y atemorizante que la del presidente ruso.
A la búsqueda de Vladimir PutinLa moneda aún está en el aire al entrar la invasión rusa en Ucrania en el séptimo día de combates. Son más días de los que se esperaba podría aguantar un país infinitamente más débil que Rusia. Han sido suficientes para humillar al déspota y su ejército en la guerra que provocó a sabiendas que con eso peligraba el largo período de paz mundial, a veces con tensiones extremas y gravísimos conflictos regionales, que se ha prolongado desde el fin de la Segunda Guerra.
La moneda aún en está en el aire, pero dudamos todos seriamente de que caiga del lado que quisiéramos. El cerco sobre Kiev se estrecha. La relación de fuerzas entre Rusia y Ucrania es tan desmedida que resulta conmovedora la resistencia del pueblo ucraniano. En lo que es la guerra con más relatos e imágenes en vivo que se haya conocido en la historia–una tragedia narrada con minuciosidad instantánea, como los partidos de fútbol-, Ucrania se ha ganado la admiración de la humanidad. Gracias, Volodimir Zelensky, escribió un periodista: nos has recordado qué es el coraje. Los ecos de un comentario tan certero replican la sensación electrizante que se ha extendido por el mundo y abofetean en la Argentina la cara de políticos actuantes como Proteos que acentúan la irrelevancia nacional en la política mundial.
Con ambigüedad sacrílega la política exterior argentina ha ido en menos de un mes desde ofrecerse en la visita presidencial a Moscú como puerta de entrada de Rusia en América latina, a eludir un pronunciamiento en la OEA, y terminar, como lo ha hecho felizmente el canciller Cafiero, condenando la invasión de Ucrania por los rusos.
Putin es el envenenador serial denunciado por atentados contra la vida de disidentes de su régimen. Pero desde que llegó a la presidencia en 2000 y se mantuvo allí con la alternancia de Dmitri Medvédev, hombre de más confianza para él que Alberto Fernández para Cristina Kirchner, ha demostrado en todo caso ser un envenenador con el mismo sentido ambicioso sobre el implacable devenir ruso que compartieron, desde el siglo XVIII con Pedro el Grande, los siguientes zares y los despiadados burócratas comunistas del siglo XX. Dispone para esta aventura militar que comenzó con la excusa de auxiliar y reconocer a las repúblicas populares de Donetsk y Lugansk, en el este ucraniano, de las fuerzas armadas más poderosas después de las de Estados Unidos y China. Sería con todo un error ignorar que la asiste una economía cuyo PBI fue en 2020 de 1.293.052 millones de euros, o sea de 140.000 millones de euros menos que la producción anual de Corea del Sur.
En línea con el nacionalismo ruso más absoluto Putin calificó a la independencia de Ucrania, antes de su ofensiva militar, de “anomalía histórica”. Sin embargo, el núcleo geográfico originario de Rusia como primer estado eslavo se derramó sobre la Europa oriental y Asia desde el asentamiento de tribus escandinavas nada menos que en lo que hoy es Kiev, y no precisamente desde lo que hoy es Moscú. Fue Vladimiro I de Kiev quien se convirtió hace doce siglos al cristianismo ortodoxo y sentó las bases de una nueva cultura, cuya influencia retaceada durante el comunismo es ahora innegable sobre Putin el homófobo, baja hasta el Mediterráneo, y se extiende hacia el centro de Asia sin más competencia preocupante para los rusos que la del fanatismo islámico. El catolicismo está presente en el oeste de Ucrania, pro europeo.
Retrato de Putin y la Rusia contemporánea“Somos un solo pueblo”, dice con bastante razón Putin. Pero en términos del Río de la Plata es una verdad tan a medias como decir que la Argentina y el Uruguay son una sola nación y olvidar que simultáneamente son también Estados diferenciados por razones jurídicas fundadas en una historia común pero que los bifurca. En la conferencia de San Francisco de 1945, de constitución de las Naciones Unidas, Stalin logró que Ucrania y Bielorrusia se sentaran allí con la identidad enmascaradamente autónoma de países miembros de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Más todavía, en 1964, con motivo de los 300 años de la unificación de Rusia y Ucrania, el presidente del consejo de ministros ruso, Nikita Jrushchov, cedió a Ucrania la jurisdicción de Crimea en la condición de óblast o entidad subnacional, en cuyo puerto estratégico de Sebastopol ancla una parte esencial de la armada rusa.
En 2005, Putin calificó el colapso soviético de 1989/91 como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Lo que debiera decirnos es si esa catástrofe era evitable después de que la URSS abandonara apabullada la ocupación de Afganistán y de que su economía resoplara con los gemidos de un cuerpo que se había quedado sin aire. Destino inevitable de quienes cometieron crímenes atroces en la utopía de crear “un hombre nuevo”. En su visita a Buenos Aires, en 1987, el canciller de la URSS, Edvard Shevardnadze, hizo en una comida en Olivos, en el domicilio de su par argentino, Dante Caputo, confesiones que dejaron perplejos a los contertulios: los rusos estaban sin zapatos, sin suficientes viviendas; el ritmo de las inversiones cuantiosas en la Guerra de las Galaxias, emprendida por el presidente Reagan, era insostenible para la URSS.
El imperio cayó por implosión en 1991. La URSS se desintegró y los rusos retuvieron la esperanza, en el terreno de la defensa nacional, de que la Alianza del Atlántico Norte (NATO), no se extendiera hacia el este y lamiera sus fronteras. Ningún compromiso se acordó al respecto. Henry Kissinger ha dicho que advirtió a su tiempo a la diplomacia norteamericana de los riesgos de alentar esa movida, que sucedió sin prisas ni pausas.
Rusia reaccionó al cabo de tres lustros. Primero, en 2008, en Georgia, aspirante a ingresar en la NATO, al apoyar la autonomía de dos regiones secesionistas. Después, en 2014, al ocupar Crimea, ya en territorio ucraniano, pero con población mayoritariamente con Rusia. Los gestos de Occidente fueron en ambos casos casi tan débiles como los de la actitud contemplativa con los que siguió, en 1956, la represión por el Kremlin y sus aliados de los disidentes comunistas en Hungría, y en 1968, de los de Checoslovaquia. Todos lo sabemos: Ucrania urge por entrar en el club de la NATO.
Al comienzo de la ocupación que sobrecoge al mundo, se observó con razón que la identificación de Occidente con la causa ucraniana no pasaba de iluminar con los colores de la bandera amarilla y azul los edificios públicos de sus capitales. En horas, se precipitó el cambio rotundo que ha dejado a Rusia en la delicada situación de sufrir sanciones económicas, financieras y comerciales que procuran ahogarla. Suministro de armas y logística al enemigo. Suiza, Suecia, Finlandia que salen de un neutralismo más o menos activo y muestran al Oso sus propios colmillos, mientras China preserva sus intereses mundiales con votos de abstención y emerge a última hora como una fuerza pacificadora.
"Las sanciones contra Rusia son como una declaración de guerra", advirtió Putin¿Será también esta la primera vez en la historia en que la opinión mundial, potenciada por las redes sociales globales y las plataformas digitales periodísticas, haya gravitado de forma tan excepcional en el contexto estratégico de una guerra, aunque quede remotamente lejos de penetrar con igual consistencia en el teatro de las operaciones militares? Esa unidad de corazones, sobre todo de europeos, contra Putin deberá aún probar si valdrá como consuelo suficiente por el sufrimiento que su aventura causará en el mundo entero.
El mundo habla ahora por otras voces. Impresiona el aluvión de artistas, de cineastas, de deportistas, y de organizaciones aplicadas al deporte con críticas y sanciones directas a Rusia. Ocupan el lugar hoy ceden los intelectuales, que eran quienes antes hablaban. O el lugar de las academias, tradicionalmente replegadas en sus fueros. Se da por sentado que las integran quienes han aportado en ciencia y humanismo más conocimientos al bienestar y desarrollo de las sociedades. En la Argentina sólo se pronunció la Academia Nacional de Periodismo, presidida por Joaquín Morales Solá. Se solidarizó con los colegas destacados en los frentes de batalla y condenó la invasión que ha violado la carta de la UN, cuyo artículo 5° establece que la agresión contra un país miembro será considerada una agresión contra todos.
Un conflicto bélico en gran escala política suscita en las sociedades cuestionamientos complejos. Con el tronar de los cañones las opiniones y emociones se agitan con desusada celeridad y vehemencia, advirtió Montaigne en sus Ensayos en el siglo XVI, como si esa psicología del impulso fuera tan profunda que se confundiera con la “madre naturaleza”. Han sido así como señalábamos días de fuertes e inmediatos pronunciamientos de deportistas y de artistas. ¿No habrá, entretanto, en los bastiones de ordinario aplicados al pensamiento algo más apropiado a las circunstancias para decirnos que Séneca, Tácito y Plinio el Joven escribían de mil maravillas? © La Nación